Tras paladear, los bebés reaccionan con gestos innatos que son universales y específicos para cada sabor: el dulce provoca una especie de sonrisa, mientras que el amargo desencadena aspavientos y cara de asco. Son reflejos en los que no participa el sistema nervioso central, esto es, escapan a nuestra voluntad. Inconscientemente asociamos el sabor de una comida con sus efectos. Para nuestro cuerpo, lo dulce significa energía disponible -carbohidratos-, y lo amargo evoca el sabor agrio de los alcaloides tóxicos presentes en las plantas. Esta curiosa habilidad debió de resultar muy útil para el hombre primitivo.
Por su parte, las muecas tienen una función protectora. Las náuseas preparan el vómito, la salivación disminuye las posibles sustancias dañinas en la boca y fruncir el ceño evita respirar y protege los ojos de hipotéticos compuestos volátiles. Los testigos perciben así el riesgo que supone la ingesta del alimento desencadenante de estas reacciones.
Fuente:
Revista Muy Interesante.
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